Viajar es el mejor pretexto para emprender la travesía de iniciar la búsqueda de encontrarse con uno mismo. Es irse sin saber cómo, por qué, ni a dónde. Sólo partir, con el único objetivo de volver a ti.
Viajar es tener la valentía de dejarlo todo para aventurarse a algo que desconoces, que pudiera ser algo pequeño o tal vez nada, pero al final termina siendo lo más grande que pudieras jamás hallar en la vida.
Viajar es dejar el hogar, la gente, los recuerdos: la vida que había sido de uno hasta entonces. Es huir, escapar, buscar, pero sin nunca olvidar las raíces de donde se viene, ni la tierra, o la sangre que sigue corriendo dentro de nosotros.
Viajar es irse totalmente solo y regresar más acompañado que nunca.
Viajar es saber decir adiós, pero también volver a aprender a decir “hola”.
Viajar es explorar sin tener a veces un objetivo fijo. Es soñar, abrir los brazos a la vida que ha esperado por nosotros; al misterio, a lo bello, lo absurdo, lo mágico, a lo inaudito, el camino sublime que habrá de llevarnos a los mejores parajes en donde se encuentra el mejor aire.
Viajar es sentir miedo. Mucho. Y tal vez de los miedos más grandes que se puedan llegar a sentir. Pero es justo por lo mismo que termina valiendo la pena.
Viajar es descubrir más caras del mundo. Navegar por todos sus mares. Perderse en la noche del desierto. Caminar por los bosques y selvas. Cruzar todas las tierras, el fin del mundo. Indagar hasta encontrar otros lugares exactamente en donde se creía que ya no podía haber nada más.
Viajar es sentirte más vivo que nunca, y durante mucho tiempo. Sentirse lo que se dice realmente vivo, incluso tal vez por primera vez.
Viajar es…
… dormir en aeropuertos y estaciones de trenes. Incluso tener madrugadas rondando despierto por las calles esperando tan sólo el calor del amanecer.
… conocer otras culturas, religiones. Miles de historias, pensamientos e ideologías. Otras formas de vida y de creer en ella.
… darse cuenta también que, a pesar de ello, no somos tan diferentes: tenemos las mismas emociones, sufrimos lo mismo y gozamos lo mismo. Terminamos siendo todos lo mismo.
… llegar a un sitio por primera vez con un mapa arrugado y roto en las manos, y no tener ni la más mínima idea de saber en dónde te encuentras ni cómo transportarse al sitio al que deseas llegar.
… aprender a hablar otros idiomas, y aunque no los sepas, al menos hacer el intento. A veces, es terminar hablando con mímica hasta que te entiendan (aunque terminen dándote otra cosa de la que realmente pedías).
… dormir en hostales, en habitaciones para diez personas y con gente de todas partes. Cada uno con sus propias costumbres, sus propias manías. Y entonces, aprender a ser tolerante (aunque también se torna divertido y haces amigos, te vas de fiesta, y a los que al principio odiabas, terminas no queriéndote ya separar de ellos).
… terminar el día con el peor dolor de piernas y un agotamiento como nunca antes habías sentido. Pero también duermes como nunca, y sueñas como nunca.
… tomar una ducha en los baños más sucios y pequeños que uno puede llegar a encontrarse.
… pasarte todo el día hablando contigo mismo. Reírte solo y observar las caras de la gente tirándote de a loco.
… perderte a mitad de la noche por las calles más oscuras y solas. Y dar la forma con salir de aquellos laberintos que sólo prueban tu paciencia.
… cambiar todos tus hábitos, deshacer tus prejuicios. Liberar tu cuerpo, liberar tu espacio y tu mente. Quitar el cerrojo para poner en libertad a tu alma.
… terminar odiando la red de metro de alguna ciudad grande por haberte llegado a perder miles de veces en ella, además de resultar lo más caro que hayas pagado.
… empaparte de la historia del hombre, de la historia del mundo; bañarte de cultura, de emociones, embarrarte de arte.
… descubrir cosas que de ti no sabías. Te vuelves independiente. Creces. Maduras sin que te des cuenta.
… probar los más deliciosos platillos: algunos exóticos, otros que ni tienes idea de qué están hechos. Y descubres nuevos gustos. Aunque es también probar los peores platos y que resultan tristemente los más caros.
… contemplar los más bellos atardeceres, con matices que jamás en otros lugares habías visto. Es disfrutar de los mejores paisajes. Disfrutar del rojo, del azul, del verde que nos hace verdes.
… darte cuenta de que aún existe gente buena allá afuera y en la que puedes confiar. Gente que te ayudará cuando estés perdido, o te sientas solo, o simplemente desees platicar.
… conocer a la gente más extraordinaria, sabiendo que a muchos de ellos no volverás a ver en la vida. Se habrán cruzado contigo diez minutos, cinco horas, o tres días, y aunque nunca más vuelvas a saber de ellos, por alguna extraña razón nunca los podrás olvidar (ni ellos a ti).
… hacer lo que tú quieras, cuando quieras y como quieras. Hacer aquello que más te plazca sin tener que depender de nada ni nadie.
… extrañar la familia y los amigos, cargando siempre con sus recuerdos a todos lados. Hablar de ellos, presumirlos, hablarles a la distancia para contarles las anécdotas más cómicas o extrañas por las que has pasado.
… entrar a un bar y tomarte una cerveza tú solo mientras disfrutas de la música en vivo y de las pláticas ajenas. Darse cuenta de que no siempre se necesita tener compañía para sentirse bien.
… también saber que uno va a pasar hambre, e incluso a veces, saber que sólo se va a tener una buena comida completa al día. ¡Pero cómo la disfrutarás!
… viajar en tren y saber que no hay forma más placentera y romántica para viajar que esa, mientras ves cambiar los paisajes por la ventanilla, mientras disfrutas de un buen café, mientras haces nuevos amigos que se encuentran en sus propios viajes, en sus propias búsquedas.
… llegar a un punto en el que terminas odiando viajar en avión, resultando ya una pesadilla las filas y bandas de seguridad. Pero sigues cruzándolas porque se ha vuelto ya una adicción para ti.
… hacer una nueva familia con la cual todos en conjunto se redescubrirán. Se apoyarán en los peores momentos, pero también disfrutarán juntos de los mejores instantes (que jamás podrán olvidar y que sus recuerdos los acompañarán todos los días, todas las horas, haciéndoles saber que han vivido lo más grande que jamás podrán volver a vivir).
… enamorarse de almas gemelas que se encuentran esparcidas por todos lados: a quien conociste tal vez en otras vidas, a quien volverás a encontrar seguro en otras tantas. Es romperse el corazón, pero también volverlo a recuperar. Es amar.
… sufrir después cuando llegan las despedidas. Llorar en las estaciones de tren, sentir el dolor de los abrazos en los aeropuertos cuando apenas y se murmura un “nos volveremos a ver”.
… aprender a admirar la belleza del silencio. A respetarlo y hacerte cómplice de él.
… regresar con la maleta rota, con la ropa sucia y el calzado desgastado. Pero con el alma más llena que nunca; y la mente, cargada de recuerdos, anécdotas, personas y sentimientos.
… sentir nostalgia al ir de vuelta en el avión y tener ganas de llorar, deseos de bajarse para no partir de aquel lugar. Después, es desear regresar.
Viajar es “ser vagabundo, siempre de paso, de aquí, de allá… de todo el mundo”. Es encontrarse lejos de casa, pero más cerca de uno.
Viajar es dar con el momento en que uno comienza a desear con fervor el volver al hogar: a su gente: a su patria, a su tierra.
Viajar es imaginar con emoción los abrazos y bienvenidas que a uno le esperan.
Viajar es regresar y darse entonces cuenta que uno no tiene hogar, pues a lo que se le puede llamar “casa” termina resultando ser el propio mundo.
Viajar es volver y sentir que todo ha cambiado. Todo, salvo el cariño y amor de tu gente, y el tuyo.
Viajar es darse cuenta que también uno ha cambiado. Regresar siendo el mismo, y a la vez, siendo otro, distinto.
VIAJAR… es lo más parecido que puede haber al verbo “NACER”.
Víctor Daniel López,
Escritor, viajero y consultor académico de EDEX Education Group México.